Tuesday, November 21, 2006

La política imperial de Hugo Chávez


Reproducimos el presente artículo por su actualidad a pesar de haberse publicado en mayo pasado.

CONTRA ESTO Y AQUELLO
-BLOGGER VENEZOLANO-

por Armando Durán



Según Lenin, el imperialismo era la última fase del capitalismo. La encarnizada disputa de Trotsky y Stalin sobre la revolución en un solo país o en todo el mundo, terminó siendo otra y muy distinta forma de poner de manifiesto esa expresión moderna de los antiguos imperios. Pero en definitiva, tal como le advirtió Ernesto Guevara a sus amigos africanos en Argelia hace 41 años, la hegemonía de la Unión Soviética en los países del Tercer Mundo se parecía demasiado al dominio imperial yanqui.

La revolución cubana ha sido un laboratorio en el cual se han experimentado todas las variables del fenómeno. Colonia moderna de Estados Unidos desde su tardía independencia de España, agente de la expansión revolucionaria en todo el continente, nación sujeta durante décadas a los intereses políticos y económicos de Moscú, huérfana de padre y madre tras la caída del muro de Berlín y ahora, rescatada del abandono por la mano de Hugo Chávez, de nuevo tiene razones para soñar con sus ilusiones de antaño. Gracias a que Chávez, discípulo y socio de Fidel Castro, está resuelto a llevar a feliz término la inconclusa aventura expansionista de su mentor con un vigor que nunca tuvo la Cuba revolucionaria.

Mientras Castro, en medio de la Guerra Fría, sólo contaba con la ideología como producto de exportación, Venezuela dispone de petróleo a 70 dólares el barril para darle a la ideología de ambos un sustento material irrefutable. Con tres ventajas adicionales: la crisis social ha desarticulado las viejas estructuras políticas de América Latina, la desaparición de la amenaza de una guerra nuclear con la URSS ha reblandecido progresivamente el músculo imperial norteamericano en la región y, gracias a estas dos circunstancias, una ola de izquierdismo, todo lo edulcorado que se quiera, pero izquierdismo a fin de cuentas, recorre el área.




El gas boliviano
La semana pasada, en Puerto Iguazú, esta aspiración de Chávez por llegar a ser el artífice de una nueva correlación de fuerzas en América Latina tuvo un momento de gran esplendor. A la aspiración revolucionaria de expulsar de la región a Estados Unidos, el gran enemigo estratégico, sumaba ahora su ambición por ocupar su puesto, tanto en el terreno de la política como en el de la economía y el comercio. Para comprenderlo, basta observar las fotos de Chávez con Evo Morales, Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula da Silva, sellando, con sonrisas y abrazos, así fueran falsos, el desenlace tranquilo de una reunión que a todas luces parecía destinada a desembocar en una grave confrontación. No sólo logró Chávez que los presidentes de Argentina y Brasil, países cuyas economías dependen en mucho del suministro y los precios del recién nacionalizado gas boliviano, aceptaran la decisión de Morales, sino que utilizó esta cita para darle un nuevo impulso a su plan de construir un gigantesco gasoducto desde Venezuela hasta la Patagonia y, además, incluir a Bolivia en el proyecto.

No se trata de que Kirchner y Lula admitieran de buen grado esta nueva realidad. El triunfo diplomático de Chávez consiste en que los dos gobernantes se hayan visto “obligados” a aceptarla.

Es, en definitiva, el precio que les impone Chávez a los dos colosos de América del Sur a cambio de continuar recibiendo los favores que generosamente les ofrece la Venezuela petrolera y revolucionaria.

A los que ahora se añade su influencia decisiva en Bolivia.

Esta jugada de Chávez fue el motivo de la cumbre Castro–Chávez–Morales en La Habana, no para convencer a Morales a tomar una decisión que estaba prevista desde el referéndum del año 2004, sino para analizar dos cuestiones de carácter práctico: el mejor momento para aplicarla y la forma más adecuada de implementarla. Sin la menor duda también, allí debió precisarse que la forma de neutralizar las inevitables protestas argentina y brasileña sería, como en efecto ocurrió, una reunión inmediata de Kirchner y Lula con Morales, bajo el manto protector de Chávez.




El sentido de la integración
A Chávez le queda pequeña Venezuela.

Lo mismo le pasó a Bolívar. Para ambos, el mundo, ancho y ajeno, va mucho más allá de los límites territoriales del horizonte nacional. De ahí el concepto y la necesidad de la integración. No entre iguales, como ha sido el caso de la unidad europea, sino con el liderazgo de uno. Bolívar fracasó en su propósito.

Chávez pretende aprovechar la ventaja que representan su personalidad y los actuales precios del petróleo para ser el adalid indiscutido de esta alternativa.

Diversas han sido las maniobras que ha emprendido Chávez a lo largo de estos años para hacer avanzar esta idea. En primer lugar, la ruptura con Estados Unidos.

Aprovechar el sentimiento antiestadounidense, acentuado en la actualidad por el rechazo planetario a George W. Bush, para sacar a Washington del juego latinoamericano.

Por otra parte, dinamitar desde dentro los dos programas de integración subregional, la Comunidad Andina y el Mercosur, basados en la complementación comercial y los privilegios arancelarios en la mejor tradición capitalista, para sustituirlos por otro, el ALBA, de hondo y exclusivo sentido ideológico.

El ingreso de Venezuela en el Mercosur al margen de la CAN fue un primer paso. El segundo fue repudiar el Acuerdo de Cartagena usando como pretexto la firma de Colombia y Perú de sendos tratados de libre comercio con Estados Unidos. Nada casualmente, este abandono de la CAN coincidió con su denuncia contra el Mercosur, formulada en Paraguay. Por último, propiciar la nacionalización boliviana en vísperas de las elecciones para la composición de la Asamblea Constituyente de ese país, con dos propósitos. Por una parte, garantizarle a Morales el control de la Asamblea; por el otro, colocar a Kirchner y a Lula, a veces vacilantes, en la encrucijada de respaldar la visión revolucionaria de Chávez sobre la integración, o correr el riesgo de poner en peligro el suministro de gas boliviano y petróleo venezolano a precios baratos.

Una opción de todo o nada, mucho más imperialista que solidaria.

Este estilo de gobernar ya lo conocemos en Venezuela. O estamos con Chávez, o contra él. Sin medias tintas. El cielo o el infierno. Así de simple. En el mejor de los casos, el limbo. Es decir, la no existencia.

La reunión de Puerto Iguazú sirvió para hacerle comprender este planteamiento radical a sus homólogos latinoamericanos.

O estaban con Chávez o contra Chávez.

Patria o muerte, hermanos. Es decir, socialismo del siglo XXI en la versión venezolana o el diluvio universal.




Nace un imperio
La primera muestra de esta política imperial ocurrió hace algunos años, cuando Chávez le cortó el suministro petrolero a República Dominicana, hasta que el presidente Hipólito Mejías “invitó” a Carlos Andrés Pérez a abandonar la isla para siempre. Poco después repitió la maniobra en Costa Rica, aunque allí bastó la amenaza para que Carlos Ortega perdiera rápidamente su condición de asilado. Después vinieron sus confrontaciones con Álvaro Uribe, Alejandro Toledo y Vicente Fox. Como consecuencia de la crisis generada por la salida de Venezuela de la CAN, y a “instancias” de Evo Morales, declaró estar dispuesto a reconsiderar su posición, pero siempre y cuando Colombia y Perú reconsideran a su vez la firma de sus tratados de libre comercio con Estados Unidos. En lenguaje vulgar y corriente, puro chantaje. La misma extorsión que significa haber amenazado a Perú con la ruptura de relaciones diplomáticas si el demonio, encarnado en el electorado peruano, llevaba de nuevo a Alan García a la Presidencia de su país.

Evidentemente, Chávez se siente seguro y poderoso. Pacificado el país, y mientras sus posibles contendientes electorales se limitan a hacer una política sietemesina, él, libre de menesterosas ataduras domésticas, puede entregarse en cuerpo y alma al gigantesco proyecto de extender su influencia y hegemonía por todo el continente. Llevando en una mano sus barriles de petróleo (al que ahora agrega millones de metros cúbicos de gas boliviano) y en la otra su amenaza permanente de subversión. El viejo argumento imperial de la zanahoria y la estaca, pero adornado con un discurso cada vez más incendiario.

Aún le quedan a Chávez desafíos de inmensa importancia. La derrota de Lourdes Flores a manos de un resucitado Alan García hace casi imposible la victoria de Ollanta Humala en Perú.

¿Qué hacer entonces? Romper relaciones, por supuesto, y fomentar la desestabilización permanente en la nación andina. Generar, en fin, ese clima de ingobernabilidad que facilitó el triunfo de Morales en Bolivia. Si Chávez tiene paciencia para fijarle a la consolidación de su revolución un plazo de 20 años, también la tendrá para asegurarle una victoria a su pupilo peruano. En Nicaragua no se presentan nubarrones que anuncien tormenta alguna. Salvo algún imponderable, Daniel Ortega debe ganar, sobre todo después de la alianza petrolera de Chávez con los alcaldes sandinistas. En México, la situación es más confusa. Fox y Bush hacen todo lo posible por cerrarle el paso a López Obrador. Habrá que esperar y ver. Por ahora, ahí está la Misión Milagro ayudando a los enfermos mexicanos de menos recursos. Su efecto tendrá. En Uruguay, Tabaré Vásquez se aparta del camino, pero carece de fuerzas para resistir la ofensiva simultánea de Argentina y de un Chávez molesto por su visita a Washington. Tarde o temprano tendrá que ceder. Simple cuestión de tiempo.

Como en el resto de una región que necesita, ahí tienen a Oscar Arias pidiéndola a gritos, la ayuda venezolana.

El único obstáculo que aún se alza frente a Chávez es su negocio petrolero con Estados Unidos. ¿Hasta cuándo lo mantendrá con vida? ¿En qué momento tomará la decisión de reafirmar la “soberanía nacional” suspendiéndole al viejo imperio ese millón y medio de barriles diarios? Ahora bien, si lo hace, ¿dónde obtener los 40 mil millones de dólares que recibe anualmente de su enemigo y que le sirven, precisamente, para financiar su revolución continental contra Estados Unidos? Paradojas de la política. De una cosa sí podemos estar seguros. Cuando logre superar esta contradicción sucederá un definitivo punto de inflexión en la historia del hemisferio.

Por ahora habrá que conformarse con presenciar el nacimiento del potencial imperio de una Venezuela pobre y subdesarrollada en América Latina.

Algo que Lenin, Stalin o el Che jamás llegaron a imaginarse. Ni siquiera en sus más desmesurados delirios.



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